jueves, 12 de marzo de 2009


Tres, dos, uno… Luces! Cámara! Acción!... Una joven con la cabeza envuelta en un mar de dudas se monta en un tren con destino Roma. Por delante le esperan tres horas sola, tres horas para pensar, dormir, mirar por la ventana y volver a pensar. La cabina es estrecha, y en ella conviven durante el trayecto seis personas desconocidas que procuran no alzar la cabeza demasiado para evitar cualquier posible cruce de miradas. Avisan por megafonía la última parada, su última parada. Todo el mundo se apresura a recoger mientras ella calmada espera para poder bajar su pesada maleta del portaequipajes sin molestar a nadie. Al verla esperar un joven, que durante tres horas ha compartido reposabrazos con ella en silencio, se ofrece amablemente a ayudarla, tras aceptar establecen una agradable conversación. Cinco minutos de intercambio de palabras seguidos de un intercambio de números de teléfono que en ninguna otra situación hubiera aceptado, pero que al encontrarse de visita en una ciudad nueva en un país que no es el suyo está ocasionalmente permitido.
Ella acude a Roma para reencontrarse con una amiga que lleva meses sin ver. Aunque hablan a diario y entre ellas no hay secretos, siempre hay algo nuevo en sus vidas que se tienen que contar. Ellas dos se unen a otras dos chicas e inician la aventura de descubrir la enigmática Praga.
Ocupan asientos reservados en el vuelo gracias a sus incomparables dotes lingüísticas. Llegan a la capital checa y el frío les golpea sin previo aviso. Llegan al albergue, se instalan y antes de salir a conocer la ciudad piden un juego nuevo de sábanas para sus camas, que no se sabe si por un descuido, por costumbre o por falta de higiene, no se encuentran sobre sus camas.
Metros y tranvías les ayudan a recorrer la ciudad entre fío, lluvia y nieve, aunque ellas valientes y con ganas de no dejarse nada por ver prefieren siempre desplazarse a pie. El reloj del ayuntamiento marca las doce en punto y el público se amontona para ver unos muñecos que, con cara de malos, se asoman por dos ventanitas mientras un esqueleto hace sonar la campana, y ellas descubren el placer de comerse un perrito caliente, típico de allí, a ritmo de la música que sale del reloj y los clics de las cámaras de fotos de los turistas. Cafés, dulces, salchichas… comer comen bien. Pasean entre mapas y guías con acento italiano. Buscan entre las calles de la ciudad rincones aún por descubrir. Al final de la jornada un chocolate caliente de camino al albergue y a dormir.
Un nuevo día, diferencia de pareceres y división del cuarteto. Las dos amigas juegan a perderse, ven todo lo planeado y después se dejan llevar por los tranvías a donde sus pies todavía no les habían llevado. Risas, confusión, lluvia, salchicha… y no queda nada que sus ojos no hayan visto, al menos de lejos. Una vez finalizado el tour, el mêjte se a mêjte se abre sus puertas para que se adentren en el divertido mundo de la cerveza. Un bar rojo por la decoración y cálido por la cercanía del personal, algo extraño allí. Un par de zumos de cebada, muchas pajitas y muchas fotos después, es la hora de dormir.
Llega la hora de volver al país de la bota, a su otro hogar, y el regreso está protagonizado por nuestra simpática pareja de amigas y dos jóvenes que interpretan a la perfección el papel de dos listillos napolitanos que pretenden, sin éxito, tomarles el pelo, siempre en los asientos reservados a gente con don de lenguas en el avión.
Esta es la película Dos Días en Praga, a la que podríamos añadir el día precedente y el sucesivo en Roma, pero eso ya lo dejo para las posibles secuelas que surjan según el éxito del film. Es el argumento de un viaje que nos muestra una Praga irreal, lúgubre, fría, un poco descuidada, desagradable… pero siempre bonita en el fondo. Un escenario perfecto para cualquier historia de gárgolas encantadas y vampiros pero que, al menos para la joven, carece de ese encanto especial que te atrae a algunos lugares. Es la historia de dos amigas que disfrutan estando juntas aunque se encuentren en la ciudad de hielo, en la ciudad que sólo ven en blanco y negro.

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